Cuando era pequeña me dedicaba a salvar gorriones. Solían
caerse del nido al patio interior que había en la casa donde vivía con mis
padres. El edificio de cinco pisos constaba de cuatro bloques y abarcaba una
manzana. Escondía en su centro un patio rectangular largo y estrecho
bajo el cual había entonces un local donde se vendían coches. Con cada
generación de gorriones algunos descendían desde el tejado y no sabían volver a
subir o no tenían fuerza suficiente para ascender la altura total del edificio.
Intentaban posarse sobre la pared en una imposible posición vertical y volvían
a caer. Entumecidos, dejaban de intentarlo, se quedaban quietos y piaban
incesantemente pidiendo auxilio.
Un alma sensible y caritativa como la mía no podía soportar
semejante abandono así que salía al patio desde la ventana de la cocina, cosa
que podía hacer porque vivíamos en el primer piso, los atrapaba y los metía en
una caja. Les daba de comer pan remojado
en agua o en leche con un palillo de dientes. No recuerdo haber conseguido
salvar más que a uno, que era un poco mayor que los otros y bastó con sacarlo a
la ventana de una de las habitaciones que daban a la calle. Desde allí, el
animal voló hacia uno de los frondosos aligustres que crecían desde la calle y
cuya altura alcanzaba casi la ventana.
Dejé de salvar gorriones cuando me cansé de verles morir y
cuando me percaté de que si los dejaba solos, bajaba la madre a darles de comer
y más temprano que tarde la cría aprendía a volar hacia arriba, hacia el cielo,
y salía del tubo vertical que era aquel patio. Y por cierto, que era un gusto
ver la escena de la madre alimentando al polluelo, siempre con sus alitas abiertas
pidiendo más.
Me acordé de los gorriones del patio el otro día, viendo a
uno atrapado en el interior de un edificio. Se había posado en la repisa de una ventana muy alta a la que únicamente se podría acceder con una escalera de mano, de las muy altas, de las de vértigo. El de mantenimiento iba a ser el
encargado de sacarlo del encierro de cristal al que nunca jamás podría llegar
su madre. La madre del gorrión, evidentemente, no la del de mantenimiento. No sé qué habría pasado al final, no me pude
quedar para ver cómo acababa la historia. Tampoco tenía tiempo ni ganas. La
vida, que nos endurece.
El caso es que leí en una ocasión la historia de un mono de
alma sensible y caritativa que se dedicaba a salvar a unos peces de morir
ahogados en el río, sacándolos de este y depositándolos amorosamente sobre las piedras de la
orilla. Ni qué decir tiene que los peces perecían asfixiados. Así me sentí yo, necia
como el mono, empedrando de buenas intenciones el camino al infierno.