Cansada, Dulce se sentó en el borde de la cama. Miró a su
alrededor. La habitación era pequeña y acogedora, pulcra, luminosa. Un amplio ventanal orientado al
oeste le regalaba un atardecer urbano, bello pero extraño. Debería sentirse triste. Se concentró en su situación, trató de
imaginar cómo habría de ser su vida a partir de ese momento. Pensó que debería sentir miedo e intentó
llorar. Frunció el entrecejo, crispó los labios, forzó unas lágrimas que le
salieron secas… En cambio, le dio por reírse y, para celebrarlo, se dirigió con brío al
minibar y desenroscó el tapón metálico
de una botellita de whisky.
Horas antes caminaba por lo viejo. Era una soleada tarde de
junio. Le gustaban las calles de lo viejo porque siempre estaban a la temperatura
adecuada. Nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío. En cada rincón un
vestigio de historia la saludaba y ella disfrutaba de la memoria que vivía en
cada puerta, en cada piedra. La vida
antigua salía al encuentro de gente nueva enfundada en vidas nuevas. Se había comprado unas zapatillas y pensaba
volver andando. Sería un agradable paseo de media hora hasta su hogar.
Y entonces algo llamó su atención. Pasaba por delante de una
cuchillería. En el escaparate, multitud de cuchillos y navajas de distintos
tamaños y formas, dispuestos en perfecta simetría. Dulce solo vio la catana
sobre el soporte negro, perfectamente colocada, brillante, desenvainada. Un
niño pegado al cristal de una pastelería contemplando un castillo gigante de
chocolate no mostraría tanta emoción como la que se reflejaba en el rostro de
Dulce. Minutos después, salía de la
cuchillería con dos bolsas: una, pequeña, con las zapatillas de paño; otra,
grande y pesada, con la catana en un estuche y el soporte de madera. La
imaginaba colocada sobre la mesita del vestíbulo o sobre la cómoda de su
dormitorio. ¿Qué iba a pensar su marido? ¿Y sus hijos? Su madre volvía a casa
con un arma japonesa. Bien que le gustaran las películas de artes marciales,
pero el dineral que se había gastado… Se sintió culpable y a punto estuvo de regresar a la tienda a devolverla,
pero, ¿por qué no iba a concederse ella un capricho?
Al llegar a casa no había nadie. Miró el móvil. Tres
mensajes de tres conversaciones: “Me quedo un rato con los del curro en el bar.
Luego voy”. “Mamá, me voy de fiesta con los colegas, no me esperéis
despiertos”. “Mamá, nos vamos al cine a ver una peli, cenaremos fuera, bs”. Con
un suspiro, otra vez sola, depositó el estuche sobre la mesa baja del salón, lo
abrió y se quedó contemplando el filo brillante, extasiada. Cerró su mano
alrededor de la negra empuñadura, la
levantó en el aire, la blandió con su mano derecha y la sintió como una
prolongación de su brazo. Un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo, de
dentro a afuera. Era Uma Thurman en Kill Bill con una catana de Hattori Hanzo,
sedienta de venganza, implacable. Y algún espíritu samurái la poseyó, sin
previo aviso…
Cuando llegó su marido a casa la encontró sentada en el
suelo con la espada en el regazo. El sofá estaba rajado de lado a lado; la tele
full HD system, reventada en el suelo; todos los libros yacían heridos por
doquier; en las paredes destacaban las marcas de los cuadros y fotos que
colgaban precariamente de cualquier manera; la cortina se había convertido en
un amasijo de jirones. “¿Dulce? Pero qué…¿qué coño has hecho? ¿te has vuelto
loca?” Ella le miró como se mira a un extraño. Vio la catana y recorrió con los ojos la habitación. Le dolían los hombros y las manos. Llegó también la policía
municipal. Los vecinos, asustados por sus gritos y el ruido de los sablazos y los objetos al caer,
les habían llamado. Le confiscaron la catana, ella no supo explicarse, pero
nunca antes se había sentido mejor. La llevaron al hospital y le dieron unas
pastillas que no llegó a tragar. Tampoco se quedó en observación. Su marido, de
pronto, le tenía miedo y le pidió que no volviera a casa. Le llevó una maleta a
un hotel con parte de sus cosas y el bolso donde siempre llevaba la cartera con
las tarjetas de crédito, y la dejó sola
tras prometerle que le enviaría el resto donde ella le dijera. Por eso decidió sentirse triste y asustada
cuando se dejó caer agotada sobre la cama del hotel, justo antes de que le
diera la risa y se tomara un whisky.
Mañana iré a trabajar como siempre, se dijo. Por la tarde buscaré
un piso pequeño de alquiler.
Sacó su cartera y miró su DNI: Dulce Sánchez Cordón. “Los
apellidos los dejo, pero el nombre me lo cambio.”